El periodismo filosófico histórico (Parte 2)

En el ámbito de la sabiduría, el coraje y el sacrificio, pocos colectivos han demostrado un compromiso tan profundo como el de los periodistas mexicanos.  Enfrentándose a una serie de desafíos que ponen en riesgo sus vidas, su salud y hasta la seguridad de sus familias, esta cultura de la valentía continúa su lucha contra las fuerzas de la corrupción, la injusticia y el narcotráfico que ejerce su influencia sobre vastas regiones del continente.  En esta sección de nuestra publicación dedicada a la ética y el conflicto, exploramos una selección de obras clásicas del periodismo del siglo XIX, destacando así la relevancia continua de estos relatos atemporales en el contexto actual.   Todo acá ejemplifica el papel de la ética y los conflictos morales y legales durante las situaciones urgentes de la vida.  ¿Cómo podemos alcanzar una solución adecuada si no tenemos una descripción suficientemente verdadera y relevante o brutalmente honesta?  

Dr. William Allen Brant (2024)

 

“El desarrollo general para y hacia la Justicia Social sin sacrificio de la libertad es y será la orientación política, económica y social del pueblo mexicano.” 

Adolfo López Mateos (1909-1969) Tercer informe de Gobierno mexicano ante el Congreso de la Unión

“Intentar determinar qué sean derechos humanos a través de un diálogo en que a algunos se les niega la vida, la salud, los medios materiales y culturales y la posibilidad de participar, es un auténtico sarcasmo: haber aceptado ya esos derechos es condición de posibilidad de que lleguemos a buen puerto a la hora de concretarlos.”

Adela Cortina (1994, Madrid)  La ética de la sociedad civil

“Zarco es una de las figuras más destacadas como ideólogo del liberalismo mexicano del siglo XIX, como periodista combativo de honestidad y soberbia, valioso escritor e historiador, a quien Altamirano nombró Atleta de las libertades … Su lucha tenaz, permanente por la libertad de prensa, sin censura en un país soberano, democrático e independiente, está aún vigente. Los problemas que planteó y las ideas que defendió durante toda su vida, siguen latentes en el México de hoy.”  

Marcela Lombardo (1926-2018)

TABLA DE CONTENIDO

1. Miseria pública por Francisco Zarco

2. Ejercito por Francisco Zarco

3. Los artesanos por Francisco Zarco

4. Contrabando por Francisco Zarco

5. La raza indígena por Francisco Zarco

6. Utilidad del tiempo por Justo Sierra

7. Movimiento intelectual por Francisco Zarco

8. Ley para juzgar a los ladrones por Francisco Zarco

9. Sesión del 13 de enero de 1857. proyecto y fundamentación de Zarco de la ley orgánica de libertad de la prensa

10. Espíritu público por Francisco Zarco

 

1. MISERIA PÚBLICA

Por Francisco Zarco (1829-1869)

Casi no hay día en que la prensa no se ocupe del estado deplorable a que ha llegado nuestra hacienda, y parece que esta es hasta ahora una materia inagotable, y que es hoy el tema de todas las discusiones, y el origen de todas las acusaciones que mutuamente se hacen los partidos políticos. Y sin embargo no hay más que recriminaciones, no hay más que animosidades, y el erario sigue en la más completa urina, ruina que los hombres cuyo deber es remediarla, parece que la contemplan con la más estoica indiferencia. El gobierno se halla actualmente rodeado de embarazos, el ansia con que ha solicitado autorizaciones para disponer de la indemnización americana, lo han hecho aceptar de las cámaras ciertas condiciones dictadas con imprevisión, y que hoy son uno de los principales obstáculos que se presentan a la organización de la hacienda.

Y entretanto el Congreso no se ha reunido para abrir las sesiones extraordinarias que el país esperaba con tan viva ansiedad, y esto ha sido la obra de unos cuantos diputados indignos de representar al país, y su conducta se contempla por los demás sin recurrir a las prevenciones de las leyes cuyo rigor exigen las circunstancias, la moral pública y la respetabilidad de las mismas cámaras.

Parece que por fin el gobierno ha comprendido que nada puede, que aún cuando quiera, el estado de su crédito no le permite hacer negocio alguno, y se ha resuelto a acelerar la reunión de las cámaras. Entretanto puede decirse que en materia de hacienda no hay gobierno, y el ministro del ramo en virtud de las circunstancias, y teniendo sobre sí la influencia de sus colegas no hace más que completar el número de los secretarios del despacho.

Todo los partidos han reconocido la urgente necesidad de que se reúna el Congreso, para que de alguna manera resuelva la situación presente, sin perder tiempo, sin dejar transcurrir meses y meses, como lo ha hecho durante las sesiones ordinarias, como si en México sólo los legisladores ignoraran la importancia de todas las cuestiones económicas, cuya importancia es tanta como la existencia de la República.

Ahora, si el Congreso se reúne por fin, si no comprende los crítico de las circunstancias y pasa el tiempo sin hacer nada, el país se pierde, y se prolonga indefinidamente el estado actual que bien puede llamarse de verdadera miseria pública. Sabida es la influencia que tal situación tiene en todo el país, desprestigiado el gobierno y sin fuerza física, perderá poco a poco el apoyo de la opinión, el comercio tendrá mil desconfianzas, se paralizarán los negocios y la miseria se hará general a las clases todas de la ciudad. Muy injusto sería a la verdad un pueblo que censurara a sus gobernantes y desconfiara de ellos, sólo porque les tocara ocupar el poder en las épocas de mayor angustia, pero el caso en que nos encontramos no es así. La administración actual ha podido mejor que cualquiera otra emprender grandes reformas en materia de hacienda, y no lo ha hecho por apatía, o por temores de disgustar a algunos individuos. Al comenzar su existencia contaba con la indemnización americana que dejó intacta el gobierno de Querétaro, (a pesar de la situación en que constantemente se encontraba), contaba con algunos productos de las aduanas que devolvieron los Estados Unidos de América, y si entonces se han establecido economías, si entonces se ha arreglado la administración de las aduanas, y se ha emprendido hacer productivas las rentas todas, tal vez se habría conseguido crear una hacienda y restablecer el crédito de la nación.

Sin embargo nada se ha hecho, no recordamos más que el funesto negocio del tabaco, y después todo se ha reducido a gastar con más o menos precipitación los millones americanos, sin cuidar más que de las necesidades del momento. Pero ni resultado está hoy a la vista de todos.

Necesario es que si se reúne el Congreso se ocupe con empeño de mejorar esta triste situación, y de seguir una marcha más activa y más meditada. Si se examinan todos los elementos en primer lugar, que siempre los gastos son mayores que los productos, y que a pesar de esto nunca se piensa en establecer economías. Reducir los gastos de una manera equitativa, es pues, la primera necesidad. Hay ciertas economías que perecen insignificantes, pero en la situación actual todas son importantes. Recordamos, por ejemplo, la rebaja del sueldo del Presidente de la República, que no se ha llevado a cabo a pesar del consentimiento muy bien producir algún desahogo al erario nacional.

Después de esto es menester añadir como causa de mil males, el contrabando que con pocas excepciones se hace todos los días en todas las aduanas, y que el gobierno tolera con la mayor indiferencia. Refiriéndonos sólo a Mazatlán del que tantas veces nos hemos ocupado, diremos que se han tolerado los mayores abusos, que no se ignora cuál es la conducta de varios funcionarios que se dejan gobernar por casas influyentes, y sin embargo nada se hace, esos empleados continúan en sus destinos para ruina del erario y descrédito de la administración.

En medio de tan aflictivas circunstancias, lo que más llama la atención, es que el gobierno parece preocuparse en las próximas elecciones de presidente, y que manifiesta el más vivo interés por el triunfo de uno de los candidatos. No culpamos por esto a todas las personas que componen el gabinete, pero ellas debieran ver que se mantienen empleados perjudiciales porque serán agentes en la elección, que se gasta mucho en periódicos para que defiendan una candidatura, y que en fin, la política del gobierno es enteramente nula, subalternada a un hombre sólo y sin abrazar ningún plan de hacienda.

La miseria pública que sufre el país, se debe pues, a la apatía del gobierno y del Congreso, y a la absoluta falta de plan en este último. Es urgentísima la reunión del Congreso nacional, para que con actividad se ocupe de los negocios de hacienda, haciendo economías, reduciendo los gastos y exigiendo la buena administración de las rentas.

Si no fuese así por desgracia, será indefectible la ruina del país, y la responsabilidad de todos los males públicos pesará sobre el gobierno que ha marchado al acaso sin comprender sus deberes, y de los diputados que por egoísmo o cobardía han abandonado el cumplimiento de sus obligaciones.

El Demócrata, 16 de julio de 1850, pp. 3 y 4.

Zarco, Francisco. (1850/1989).  Francisco Zarco: Periodismo Político y Social 1. Compilación y revisión de Boris Rosen Jélomer. México: Centro de Investigación Científica “Jorge L. Tamayo, A. C.”: Obras I: 323-326.

 

2. EJÉRCITO

por Francisco Zarco (1829-1869)

Hemos expuesto anteriormente los peligros que amenazan nuestras fronteras, las depredaciones que periódicamente sufren de los bárbaros muchos estados, hemos lamentado el triste estado de la guardia nacional, que en nuestro concepto debe ser la reserva del ejército permanente, y así hemos reconocido la necesidad que tenemos de sostener un ejército, sin incurrir en la ridícula exageración de creer que las fuerzas permanentes son incompatibles con la democracia, opinión que muchos han abrazado en estos dos últimos años, y que si se generalizan en toda la nación, podría muy bien causar su completa ruina. Los que declaman constantemente en contra de la existencia del ejército, los que se esfuerzan en pintarlo como enemigo de las libertades públicas, como sumamente gravoso para el erario y nada útil para el país, procederán tal vez de buena fe, pero en nuestro concepto no se detiene a examinar el origen de los defectos de que en distintas épocas ha adolecido el ejército en México, sino que juzgando lgeros por hechos aislados reclaman como conveniente la destrucción completa del ejército, el abandono de todos los que han pertenecido a sus filas, y el mayor desprecio para con una clase entera, en que como en todas, no se debe confundir al verdadero mérito con los vicios y las faltas que han causado nuestros gobiernos, y entre ellos los que han querido aparecer como protectores de las clase militar.

Unos pretenden que la guardia nacional bien organizada bastaría para salvar nuestra nacionalidad en cualquier caso y conservar las instituciones democráticas; otros han indicado que sería muy conveniente traer fuerzas extranjeras, mercenarias y sin afecciones a México, pero casi se ha hecho de moda que el que profese principios republicanos se declare en contra del ejército. Nosotros creemos que en esto hay una prevención injusta e infundada; somos republicanos como el que más, y confesamos que México necesita para asegurar su existencia, de un ejército permanente, disciplinado y sumiso a las leyes. La cuestión, pues, no es si debe o no haber ejército, sino cómo se debe organizar, cómo deben remediarse los abusos que han causado la ruina del país.

Los desgraciados de la última guerra es el argumento más fuerte en que se apoyan los detractores del ejército; no negamos que él estuvo muy lejos de corresponder a las esperanzas de la patria, pero creemos que esto no consistía en que era ejército, sino en que era un ejército mal organizado, desmoralizado, creado, y dirigido por jefes ineptos o cobardes. Muchos jefes hubo dignos de grandes elogios, pero ellos no podían nada con subalternos ignorantes que huían, con soldados forzados, para quienes era absolutamente indiferente el éxito que tuviese la guerra. Las administraciones dictatoriales que hemos tenido han creído que su único apoyo consistía en el ejército, y lejos de hacerlo respetable y disciplinado, no han hecho más que prodigar ascensos por favoritismo, que admitir en la carrera militar a la hez de la sociedad; por otra parte, en nuestras contiendas civiles esas masas ignorantes que tenían el nombre de ejército, han sido siempre el instrumento ciego de cualquier ambicioso, de cualquiera facción que con un poco de oro ha podido relajar la obediencia y el respeto a las leyes. Jefes orgullosos e ignorantes, subalternos despreciables, soldados sacados de los presidios, sirviendo por fuerza, he aquí que era nuestro ejército; y con tales elementos los pocos generales valientes y patriotas, los pcos oficiales que quedaban de la época de la independencia, época de gloria para el ejército, los pocos subalternos jóvenes y pudorosos, nada absolutamente, nada podían hacer para salvar al país. Después en la guerra, pocos estados cumplieron sus deberes, las clases acomodadas permanecieron egoístas sin cooperar a la salvación de la República, y así se culpa siempre al ejército y sólo al ejército, y después del estado de aniquilamiento a que llegamos, se llama traidor al gobierno que logró prolongar nuestra existencia.

Hecha la paz, menester era corregir los fatales abusos que se observaban en el ejército. Se ha adoptado con única medida el disminuirlo, pero esta medida aislada de nada sirve, de nada servirá mientras no se reforme la organización defectuosa que hasta hoy ha tenido la fuerza permanente. En nuestra opinión las levas son el más violento ataque a los derechos del ciudadano; el servicio forzado impuesto como pena a los grandes criminales, es el paso más a propósito para hacer del ejército la institución mas odiosa, y es prostituir infamemente el deber de servir con las armas a la patria, los enganches voluntarios se ve que son ineficaces, ¿qué medio adoptar? Creemos que el único es el sorteo más riguroso entre todos los ciudadanos capaces de llevar las armas. Si es un deber estar dispuesto a defender al país, si este deber es de los ciudadanos todos, sobre todos debe pesar el sorteo, sin que el servicio en el ejército sea un gravamen que pese sólo sobre las clases más pobres, sobre la raza indígena que es la que menos goces sociales disfruta. En cuanto a generales, jefes y oficiales, creemos que aún es tiempo de que todos los que se portaron con cobardía o ineptitud, respondan de su conducta, que aún es tiempo de cortar una escandalosa impunidad, y de purgar al ejército de los que han causado su descrédito. En lo sucesivo no se den ascensos sino al valor y a la instrucción, no se improvisen oficiales, hágaseles estrudiar su profesión y comprender sus deberes, y el ejército será el sostén de la independencia, el verdadero apoyo de la democracia.

Aún hay militares dignos y valientes, modelos de honor y de instrucción; con ellos bastaría para organizar un ejército que defendiera las fronteras, que exterminara a los salvajes, que conservara la paz y el orden interior. Pero lo repetimos, disminuir y sólo disminuir no es bastante; fíjese en hora buena el número reducido que sea suficiente y que pueda sostener el erario, pero que ese número sea verdadero ejército, que sea disciplinado, que sea instruido, que sus jefes no trafiquen con la subsistencia del soldado, que haya servidad en todas las faltas, que haya consideraciones para los que tengan una conducta honrosa, y que se procure que los militares conozcan la ciencia de la guerra y que no sean los más ignorantes de nuestra sociedad. Tales son nuestros votos como verdaderos demócratas, creemos que en este particular hay una necesidad urgentísima, porque no debemos descansar en la fe de nuestros vecinos; y la guardia nacional, aún perfectamente organizada, no podrá por sí sola atender a la seguridad de las fronteras, y el recurrir a fuerzas extranjeras es sumamente peligroso, y poco honroso para el país.

El Demócrata, 18 de junio de 1850, pp. 3 y 4.

Zarco, Francisco. (1850/1989).  Francisco Zarco: Periodismo Político y Social 1. Compilación y revisión de Boris Rosen Jélomer. México: Centro de Investigación Científica “Jorge L. Tamayo, A. C.”: Obras I: 233-235.

 

3. LOS ARTESANOS

por Francisco Zarco (1829-1869)

En todos los países la mayoría de los ciudadanos tiene que vivir de su trabajo, que la sociedad respeta y proteje y en las clases pobres ese trabajo es la agricultura o las artes mecánicas, para cuya perfección se necesitan sin duda grandes conocimientos; estas clases son las que componen el pueblo; y los hombres entregados al ocio y encenegados en los vicios forman el populacho, llaga sucia y repugnante de todas las naciones, y que sólo puede disminuir un esfuerzo constante por generalizar la instrucción; por educar al pueblo y por estimular el trabajo. Conviene mucho a un país como México aumentar hasta donde sea posible los brazos que se dedican a la agricultura; pero la masa de la población que se aglomera en las ciudades necesita entregarse a otras ocupaciones que aseguren su subsistencia y sean útiles a la sociedad. Así pues, en las ciudades hay un número considerable de artesanos que, trabajadores y moralizados son la mejor garantía del orden y de la propiedad.

Son, pues, los artesanos muy dignos de ocupar la atención de los gobiernos, particularmente bajo las formas democráticas en que están llamados a ejercer los mismos derechos políticos que los demás ciudadanos. En nuestra patria, por desgracia, se les ha visto con el mayor abandono gracias a nuestras continuas revueltas, y sólo ha habido esfuerzos aislados de algunos particulares que no han sido secundados por el resto de la nación, tal vez porque algunos han temido que ilustrada la masa del pueblo se afirmen de una manera estable las formas republicanas, cuya destrucción procuran por todos los medios.

Sin embargo, en el poco tiempo que hemos gozado de paz y de orden interior, se observa cierta mejora en las clases de artesanos, ha habido en ellos algún espíritu de asociación, y han contribuido en parte a la conservación de las instituciones desoyendo las provocaciones a la rebelión hechas por los enemigos de la República.

Pero si sigue abandono con que se mira la suerte de los artesanos, la consecuencia precisa será el desaliento de estos ciudadanos, la consecuencia precisa será el desaliento de estos ciudadanos, su indiferencia por la cosa pública y el atraso moral y material del pueblo. En nuestro concepto, para que no sean sólo palabras los derechos de que gozan los artesanos, debe comenzarse por instruirlos en los conocimientos más indispensables, y a esto debe consagrarse la autoridad. Hemos visto en distintas épocas que ellos han sabido corresponder al llamamiento que se les ha hecho, concurriendo gustosos a las escuelas dominicales o nocturnas, establecidas por algunos buenos patriotas. La autoridad también debe atender a la educación de sus hijos de los artesanos, pues la escasez de los productos de su trabajo no les permite sino atender a su precisa subsistencia, dejando a la niñez hundida en la ignorancia y sin acostumbrarla al trabajo. Muy satisfactorio nos es recordar de paso la noble conducta de algunos artesanos que han dado a sus hijos una educación tan esmerada, que avergüenza a muchos de los que gozan fortuna y comodidades.

Necesario es también defender al artesano de toda arbitrariedad. Generalmente y por desgracia, en México aún se cree por ciertas gentes que se puede insultar y vejar impunemente a los pobres, y esto se mira muchas veces con indiferencia por los tribunales, que convierten la igualdad en un verdadero sarcasmo. En las autoridades inferiores hay con frecuencia abusos, en que las únicas víctimas son los artesanos, por su falta de relaciones y de recursos pecuniarios. Sobre esta materia no es nuestro ánimo detenernos cuanto nos fuera posible, y sólo hacemos ligeras indicaciones que creemos tendrán presentes los funcionarios públicos, por evitar los males de que nos quejamos.

Con el temor de que los que de todo se alarman no tachen de socialistas, observaremos también la escasez de los jornales, y los abusos que los dueños de muchos establecimientos cometen contra los artesanos, después de utilizar su trabajo en hacer fortuna. Se les hace contribuir a la reparación de los establecimientos y de los útiles que se emplean en el trabajo, se les falta a los más solemnes compromisos, y muchas veces las autoridades se prestan con la mayor ligereza a encarcelar a un artesano por la injusta imputación de su opresor. En todo esto debe vigilar la autoridad, para no dar lugar a quejas que pueden ser muy amargas un día, ni hacer que el pueblo se resuelva a abandonar el trabajo, viendo lo poco que se estima y los pocos bienes que le producen. Un pueblo tan poco ilustrado como el nuestro es muy fácil de extraviarse, y el único modo de impedirlo es hacerle gozar de los beneficios de las leyes, y conocer las ventajas de las formas republicanas.

Entre las mil absurdas preocupaciones coloniales que un partido se empeña en clamar hermosas tradiciones, debe contarse el marcado desprecio con que eran vistos los artesanos, es decir los hombres que viven del fruto de su trabajo. Las otras clases de la sociedad, orgullosa o ignorantes creían que el artesano era un ser de una naturaleza muy inferior, y jamás lo consideraban como hombre. Esta preocupación que aún no se desarraiga completamente, no sólo produce el mal de que exista una aversión muy marcada entre clases de la misma sociedad, sino que sirve para generalizar la ociosidad, y para que muchos hombres incapaces por su escasa instrucción o por su poco talento de abrazar carreras literarias o públicas, se desdeñen de aprender un arte mecánico y prefieren ser gravosos a la sociedad, incapaces de hacer su felicidad y la de una familia, a llamarse sastres, carpinteros, impresores, etc. No se niegue que existe este mal, por una preocupación muy perjudicial, o por una hermosa tradición de nuestros abuelos, como dirían los periodistas conservadores, hay un gran número de familias que a pesar de que conocen el poco talento de que sus hijos se hallan dotados, se empeñan en dedicarlos a las letras, o bien anhelan para ellos un empleo en el ejército o en cualquiera oficina, sin creer que les sería muy conveniente aprender un oficio que ejercido con empeño y laboriosidad, es tan honroso como cualquiera otra profesión, y puede hacer también la fortuna de un individuo. El gobierno pudiera indirectamente combatir esta costumbre perniciosa, si jamás diera los empleos públicos a la más declarada ineptitud, que a lo que parece es la que se enseñorea de muchos destinos que exigen cierta suma de conocimientos. Hay en gran número de personas que nada saben, que tuvieron algunos bienes de fortuna, que su misma ignorancia les hizo perder, y que deben maldecir la fatal preocupación que los hizo incapaces de procurarse la subsistencia no enseñándoles un oficio.

Hemos indicado ligeramente cuál es el estado actual que en México guardan los artesanos, exponiendo los medios que juzgamos más a propósito para mejorarla. La mayoría del pueblo en las ciudades se compone de artesanos, para instruirla, para neutralizarla, para conocer la necesidad que hay de que sus derechos sean respetados, basta considerar que ese gran número de hombres si permanece ignorante y vejada puede convertirse en un funesto elemento de destrucción.

No debe haber temor de que un oficio degrade a un hombre; la honradez consiste en el trabajo y en la práctica de las virtudes, y hay muchos artesanos más dignos del aprecio público, que ciertos hombres de inmensa fortuna mal adquirida, o que otros que agrandes intrigas deben su elevación sobre sus conciudadanos. Así, pues, ningún padre de familia debe detenerse en que algunos de sus hijos abracen un arte mecánico, tanto más, cuanto que muchos de ellos necesitan una constante dedicación, mucho estudio y bastante ilustración para mejorarlas y hacerlas productivas.

Los artesanos tampoco deben desanimarse: su trabajo y su constancia los hacen muy recomendables para con los hombres ilustrados del país, deben procurar aumentar sus conocimientos, dedicarse siempre a estudios útiles, que los hagan dignos de llegar a los puestos públicos a los que les da acceso la Constitución que ha adoptado la República, y que hace al artesano igual en derechos y en obligaciones a los demás ciudadanos. Hay muchos que miran con celo la rapidez de los adelantos que obtienen algunos extranjeros; pero esto lejos de desanimarlos, debe servirles de estímulo para perfeccionar su trabajo y entablar una competencia digna, entre los productos de su industria y los que salen de los talleres extranjeros.

Los artesanos que gozan gracias a las formas republicanas, derechos públicos, que son iguales a los otros hombres, según lo exige la razón y el cristianismo, no deben hacerse inferiores a los demás por su poco amor al trabajo, o por hábitos que a ellos mismos sean perjudiciales. Tienen grandes obligaciones para consigo mismos, para con sus familias y para con la patria. Ellos deben aumentar las filas de la guardia nacional, para que esta institución sea el verdadero apoyo de las formas democráticas. De honradez, de amor al trabajo, de patriotismo y de virtudes cívicas, los artesanos todos tienen un gran modelo que imitar en el ilustre ciudadano Lucas Balderas, cuya muerte llora nuestra patria, y en otros que viven aún, y cuyos nombres, no escribimos por no ofender su modestia.

Nuestros deseos son que se dispense una verdadera protección a los artesanos, que para ellos sean efectivos los derechos del ciudadano, y que se procure con empeño generalizar entre ellos la instrucción, particularmente la necesaria al adelanto de las artes a que se hayan dedicado. Para que no vivan aislados y puedan servirse los unos a los otros, mejorando mutuamente su condición, nos parece muy eficaces las diferentes sociedades que en la capital y en los estados se han fundado hace poco. Los ciudadanos que las componen no deben desanimarse en su noble intento, aunque los detractores de todo derecho, los que reniegan de la independencia, los acusan de socialismo, porque para éstos es comunista, es impío todo lo que tiende a la ilustración del pueblo, todo lo que puede libertarnos de seguir dominados por lo que ellos llaman las inmortales tradiciones de sus abuelos. En cuanto a introducción a los artesanos, las autoridades y los particulares debieran consagrarse a conseguir algún adelanto. Entre los particulares que han hecho un servicio positivo a los artesanos, no es muy grato encontrar el nombre del candidato del Demócrata, del Sr. D. Luis de la Rosa, que estableció y sigue manteniendo una academia de dibujo aplicado a las artes. Este es un hecho aislado, y si como él hubiera muchos, tal vez dentro de poco mejoraría notablemente la situación de los artesanos.

El Demócrata, 17 de junio de 1850

Zarco, Francisco. (1850/1989).  Francisco Zarco: Periodismo Político y Social 1. Compilación y revisión de Boris Rosen Jélomer. México: Centro de Investigación Científica “Jorge L. Tamayo, A. C.”: Obras I: 228-232.

 

4. CONTRABANDO

por Francisco Zarco (1829-1869)

Hace algún tiempo que la prensa se ocupa del escandaloso contrabando que se hace por nuestras fronteras y puertos, y en estos últimos días hemos visto algunos artículos en que se asegura que era ya considerable el que se hacía en Veracruz. El ministro de Hacienda dio una orden para que se averiguara el hecho, y añade que el gobierno sabía por informes de personas juiciosas e imparciales, que algunos empleados aparecen sospechosos, de mala conversación. Los defensores de los empleados de la aduana, publicaron por su parte un largo art´culo para probar que no se hacía tal contrabando, pues la aduana producía tanto más cuanto. Otros empleados de la aduana producía de San Blas publicaron también un artículo en que quisieron probar que no podemos consumir más que diez y ocho millones de efectos extranjeros, los que pagarían por todos derechos a lo sumo siete millones. En el Monitor se ha dicho que debe cortarse el mal del contrabando a cualquier precio, pero no se dice cómo.

La primera cuestión que se presenta es la de si se hace o no contrabando, y aunque todo el mundo conoce y sabe que lo hay, es preciso decir algo a los articulistas que defienden la negativa; veamos, pues, las razones en que fundan su aserto: todas ellas se reducen a que los productos de la aduana de Veracruz fueron en los años de 45 y 46 de 7 311 349 y los rendimientos de los veintidós meses que corrieron de julio de 1848 a fin de abril último, 7 536 678. Esta razón será muy buena para probar aumento de importación, pero nada más; aumento que los mismos articulistas confiesan ser debido a la rebaja del 40%, pero de ningún modo prueba que no se haga contrabando; hay más todavía se dice en el mismo artículo que están muy distantes de afirmar que deje de haber algún contrabando; pues bien este algún es el que debe evitarse, pues si en Veracruz que es el puerto más cercano y en el que el gobierno puede ejercer más vigilancia, en el que la mayoría del comercio es de buena fe, y por consecuencia está interesado en que no se introduzcan efectos sin pagar derechos, porque esto desequilibra las utilidades y nulifica los cálculos, si allí se hace algún contrabando ¿cuál será el que se haga por Matamoros, Tabasco y toda la costa del Pacífico? Sin embargo, el empleado de Tepic nos asegura que sólo podemos consumir diez y ocho millones de pesos, cuyos derechos importarían siete, y siendo éste el producto medio de nuestras aduanas, nada entre en consecuencia de contrabando. Varios son los documentos que se han publicado sobre las cantidades introducidas sin pagar derechos, pero sólo recordaremos al articulista el estado que acompaña a la memoria de la junta de colonización e industria, sobre el número de tercios presentados en la feria de San Juan de sólo efectos prohibidos. No insistiremos más sobre este punto, porque creemos que no hay nadie que no conozca que se hace contrabando, y un contrabando escandaloso.

Dos son los medios más frecuentemente usados para la introducción clandestina de efectos, o se desembarcan en lugares de la costa lejanos a los puertos, o se introducen por los mismos puertos con todos los requisitos legales, pero en convenio con los empleados, se hacen pasar por efectos que pagan ínfimos derechos, o se disminuye la cantidad para conseguir así el mismo fin, el robo al fisco. Conocidos, pues, los medios de que se valen los contrabandistas, no hay más que aplicar el remedio.

Ni un solo buque guardacosta tenemos, y así no hay nadie que vigile el que no se hagan desembarcos fraudulentos, y los contrabandistas están completamente seguros de no ser molestados. Varias leyes se han dado facultando al gobierno para la compra de buques guardacostas, dinero, ni falta ni ha faltado para esto, y sí sólo la voluntad. En la ley de 24 de noviembre se dice que el gobierno podrá tener un vapor y tres pailebots en cada uno de los mares; creemos que el número de los buques es reducido, y que en el golfo convienen más vapores que buques de vela. En los Estados Unidos hay infinitos vapores que conducirían los efectos de contrabando, cuando tengamos nuestros pailebots y a los cuales no podrían dar caza nuestros veleros, aunque los vieran estar descargando. En este tiempo ya no sirven gran cosa los buques que necesitan de que el viento les sea propicio para marchar, y son absolutamente inútiles si tienen que luchar contra otros cuya potencia móvil está a su voluntad; cierto es que un buque de vapor cuesta más equiparlo y mantenerlo, de grandes proporciones. El gobierno, pues, en nuestro concepto, debía poner el mismo número de buques guardacostas detallados en la ley de 24 de noviembre, pero que éstos fueran de vapor: con ellos formaría un crucero continuo, que la vez que serviría de conducir la correspondencia, vigilaría diariamente toda la costa y haría imposible el contrabando; su adquisición debe ser pronta, pues cuanto antes se establezca orden y vigilancia en este punto, tanto más pronto percibirá el erario las gruesas sumas que pierde por el contrabando. Dinero para la compra no puede faltar, pues muy poco ha recibido la parte de la indemnización americana, y el gobierno puede obtenerlos a un bajo precio, mandando a un agente instruido y honrado a los Estados Unidos para su compra.

En cuanto al mar del Sur, no creemos enteramente indispensable que los buques guardacostas sean vapores, y hay el inconveniente de no hallarse establecido ningún astillero en qué reparar, las averías que puedan sufrir sus máquinas, pero si esto pudieran conseguirse en San Blas o en Acapulco, no dudaríamos un momento en pedir que fuesen también vapores los buques que se destinaran al Pacífico.

Evitada con esta medida la facilidad con que se hace hoy el contrabando por las costas, debería procurarse el establecimiento de resguardos y contrarreguardos en la frontera, para impedir las introducciones que se le hacen por aquella parte de la República, concediendo buenos sueldos a los empleados y teniendo cuidado de escoger personas honradas para esa comisión. Nada se habría adelantado, sin embargo, con estas providencias, si a la vez no se dictan las necesarias para hacer más difícil sino imposibles, el que las introducciones clandestinas se hicieran por los puertos; pero no queremos que las medidas que se tomen sean solamente sobre el papel, sino que se lleven a cabo sin retroceder por afecciones personales u otras consideraciones.

Son muchos los requisitos que hoy se exigen al comercio de buena fe para la introducción, e infinitos los trámites para cada paso, que requiera el reglamento de aduanas marítimas. El remitente tiene que presentar sus facturas por triplicado, los asientos se hacen en muchos libros, y todo esto sin embargo, sólo sirve para molestar, sin que por esto sea más difícil defraudar al erario; simplifíquense los procedimientos, háganse los asientos con claridad y el comercio tendrá menos de qué quejarse, y se percibirá más fácilmente cuando se obre de mala fe.

Mucho se ha ponderado lo difícil que es el arreglo de aduanas marítimas y con todo, con una resolución firme para desterrar los abusos y separar a los empleados venales, bien pronto se conseguiría el objeto. La aduana de Mazatlán era una de las que se encontraban en peor estado. El ser contrabandista en aquel puerto era una profesión como cualquiera otra, y estaba tan bien arreglado, que cada empleado sabía la parte que le tocaba en la introducción siendo la del erario a lo sumo la tercera de lo que debía percibir. Cuando el Sr. Elorreaga estuvo en el Ministerio, separó a los empleados responsables, mandó una visita, y bien pronto se vieron los buenos efectos de tales providencias. Mazatlán , que apenas producía para pagar sus sueldos a los empleados mismos que defraudaban al erario, produjo en pocos días más de cien mil pesos, ha pagado todo lo que contra esa aduana se había girado, ha situado buenas sumas en la Baja California, y ha tenido constantemente en caja de veinte a treinta mil pesos. Pero ¿qué sucedió después? Al Sr. Elorreaga sucedió otro ministro, que en lugar de sostener las medidas tomadas por su antecesor, repuso a los empleados que habían sido separados de sus destinos, y por consecuencia el mal volverá, reagravándose con la impunidad que ha tenido, y si antes se concedía una tercera parte al erario, hoy se le dará la décima o menos. En el mismo puerto se había cogido un contrabando de platas, el expediente se sustanció y en lugar de decomisarse, se ha mandado por el juez suspender al promotor fiscal, que no queriendo transigir defendlos intereses del erario. ¿Y podrá así extinguirse el contrabando?

Se tuvo noticia de que a uno de los puertos del Pacífico se dirigía una flotilla con efectos que iban a introducirse de contrabando: se puso un visitador que se dirigiera al punto en que se hiciera el desembarco, pero a este visitador, como al de Mazatlán, no se le sostuvo llegando el escándalo hasta no querérsele abonar su sueldo. He aquí por qué no puede desterrarse el contrabando: los empleados que se malversan son protegidos, y los que exponiéndose a mil riesgos cumplen con su deber, se les abandona, se les veja.

Conocidas son las causas de ese mal que como el cáncer nos consume, conocidos son también sus remedios, si éstos no se aplican, si comenzando a usarlos no se continúa, la falta es del gobierno, la responsabilidad del ministro, y las pérdidas, los sacrificios del pueblo, de ese pueblo desgraciado a quien se imponen contribuciones, sin examinar antes los medios con que pueden hacerse más productivas algunas rentas, haciendo entrar en las arcas nacionales las inmensas sumas que se defraudan.

El Demócratica, 16 de junio de 1850, pp. 3 y 4.

Zarco, Francisco. (1850/1989).  Francisco Zarco: Periodismo Político y Social 1. Compilación y revisión de Boris Rosen Jélomer. México: Centro de Investigación Científica “Jorge L. Tamayo, A. C.”: Obras I: 223-227.

 

5. LA RAZA INDÍGENA

por Francisco Zarco (1829-1869)

La grande extensión de nuestro territorio tiene una escasísima población, y ésta en más de sus dos terceras partes se compone de la raza indígena, de esa raza desgraciada que a pesar de tres siglos se ha conservado pura y aún habla sus idiomas armoniosos, pervertidos ya por la ignorancia.

Pasó, por fortuna, la época en que se sostenían con éxito algunos sistemas para probar la inferioridad física y moral de ciertas razas. La sana filosofía ha desechado esos falsos sistemas y si bien niega el hecho de que el ángulo facial sea más o menos abierto en ciertas razas, no hay ya quien sostenga que un individuo por ser de tal o cual raza sea incapaz de grandes concepciones o de gozar las ventajas de la libertad y del cristianismo. El dogma de la fraternidad universal, de la igualdad perfecta de todas las razas, por bien de la humanidad, se halla ya demasiado generalizado y no podrán desarraigarlo jamás unos cuantos ilusos o malvados.

La historia de los indígenas de las Américas, perdiéndose en la obscuridad de inciertas tradiciones y presentando después una civilización única y especial, ofrece por fin la gran catástrofe de la conquista, de ese acontecimiento portentoso que destruye grandes imperios, anonada a pueblos innumerables bajo la espada de un soldado afortunado que engrandece a su patria y la hace la más poderosa de las naciones de Europa.

Los conquistadores habían combatido, habían engañado y sido engañados, habían tenido amistades y alianzas con los indios como con cualesquiera otros hombres. Habían notado que los pobladores del Nuevo Mundo cultivaban algunas ciencias y no eran extraños a la política. Sin embargo, los que entonces pasaban por sabios entablan una controversia sobre lo que eran los indios y, por fin, una bula del sucesor de San Pedro, es la que decide que los indios son seres racionales y que pueden pensar.

Los primeros colonos españoles vejan y esclavizan a los indios, pero una vez atrevida sonará en su favor. Los buenos sacerdotes, los que quieren entender las luces y la verdad del cristianismo, son los primeros que reclaman para los indios leyes sabias y justas y aquellos miramientos que se deben a la humanidad.

Justo es confesar que muchas veces el gobierno de España dio leyes protectoras de la raza indígena; hubo medidas que revelaban una profunda filosofía y sentimientos humanos, siendo las Leyes de Indias un monumento de honor para los españoles, a pesar de los defectos que en ellas se encuentren, pues no es justo ni razonable pedirles más de lo que podían hacer. Pero, por desgracia, todas esas medidas de la metrópoli quedaban sólo escritas, los hombres que inmediatamente gobernaban las colonias estaban demasiado lejos para obedecer y cometían toda clase de abusos, siendo el resultado que hacían ineficaces todas las intenciones humanas del gobierno del monarca. Para los indios no hubo nunca seguridad individual, jamás se respetó su propiedad, no se intentó mejorar su situación ni se pensó jamás en cultivar su inteligencia, se les quiso obligar a que abandonaran la idolatría y este culto se vio reemplazado por el más absurdo fanatismo y la más brutal superstición.

Así vivió la raza de los aztecas. Pesaba sobre ella la esclavitud, temblaba delante de cualquier español y, proscrita en su propia patria, debió maldecir la facultad que tenía de perpetuarse y reproducirse. Aunque hundida en la miseria y la ignorancia, sin saber su origen ni el motivo de su amargo destino, esta raza comprendía que los españoles eran los autores de su mal.

Así se vio que cuando estalló la guerra de independencia, los indios formaban masas enormes y morían contentos porque esperaban que su muerte aliviara la suerte de su hijos. Los indios tenían una esperanza vaga, el amor a la libertad germinaba en sus espíritus, aunque no eran capaces de expresar sus deseos y sus necesidades.

Afianzada la independencia de México, era de esperar que se tuviesen en consideración los infortunios de los indios, su valor y sus sacrificios durante la guerra que diez años asoló nuestros campos y nuestras ciudades. Adoptadas las formas democráticas, nada más natural que extenderlas a la raza indígena. Se hizo así, en efecto, pero sólo en las constituciones; se les dijo: “sois ciudadanos” y ellos continuaron en su misma ignorancia, con sus mismos infortunios. En ninguno de nuestros gobiernos ha habido el sistema de oprimir a la raza indígena, ningún partido se lo ha propuesto tampoco, ya no hay ese odio y ese desprecio a los indios; pero nuestras disensiones y nuestras revueltas han hecho que todos los gobiernos que tan rápidamente se han sucedido, atendiendo sólo a prolongar su existencia, no hayan tenido tiempo de ocuparse de la suerte de los indios. Éstos, extraños a los negocios políticos, sólo han sentido de la sociedad las cargas más penosas y ninguna de sus ventajas. En algunos puntos verdaderos esclavos de los ricos propietarios, han llegado a exasperarse y a hacer una guerra de exterminio y de venganza, propia, a la verdad, de la barbarie en que se les ha tenido hundidos.

Los horrores de que ha sido teatro Yucatán y la sublevación de la Sierra son hechos de tal importancia que deben abrir los ojos de los que rigen los destinos de la República. Si no se mejora la situación de los indios, tal vez no es remoto que la nación entera se vea destrozada por la más cruel de todas las calamidades.

Hasta ahora los indios no han gozado de derechos políticos, ni han encontrado ventaja en ninguno de los sistemas porque hemos pasado. Ellos son los que cultivan la tierra; sin ellos no fuera productiva nuestra agricultura; ellos abastecen de provisiones a las ciudades todas; y su trabajo, estéril para ellos, sirve para aumentar la fortuna de los propietarios. Sufriendo exacciones para mantener a una sociedad de que no reciben beneficios; alimentando con el fruto de su trabajo a párrocos ignorantes como ellos, y que exigen para sí un culto absurdo e impío; arrancados de su hogar para servir por fuerza en el ejército; llevados a la muerte para defender al resto de la sociedad y, cuando mutilados en la guerra, mendigando un pedazo de pan en las ciudades: tal es, sin exageración, la suerte de la raza indígena; fatal para ella, contraria a la civilización, la democracia y al cristianismo y perjudicial, en fin, para la Revolución.

Si se atiende a qua la mayor parte de nuestra población es indígena, fácilmente se conocerá que su estado miserable es una de las principales causas de nuestra debilidad. Esos hombres que tanto sufren no pueden ser muy productivos para la sociedad. Hay un clamor incesante por aumentar nuestra población, y si bien nosotros creemos indispensable proteger la inmigración extranjera a nuestro territorio, nos parece también que sería menos imperiosa esa necesidad si la poca población que tenemos saliera de la abyección en que se encuentra.

Creemos que las autoridades todas del país debieran dirigir sus constantes esfuerzos a mejorar la situación de los indios, por humanidad, por filosofía y para atender a la conservación de la sociedad. De lo contrario, se prolongará indefinidamente nuestra debilidad y tal vez esa raza desgraciada se levantará imponente, con sus resentimientos y con su barbarie, a reclamar venganza por 300 años de esclavitud y de opresión.

Para precaver estos males, que horrorizan sólo al imaginarlos, creemos que se debiera distribuir terrenos baldíos entre los indios, para disminuir el número de proletarios y aumentar el de propietarios; reprimir con mano fuerte todos los abusos inhumanos de las autoridades o de los particulares; intervenir en cada estado, según sus circunstancias, para fijar el salario del labrador; generalizar a costa de cualquier sacrificio la instrucción entre los indios; y, por fin, extender entre ellos el Evangelio, esa ley divina de paz y de verdad.

Para todo esto no dudamos se encontraría cooperación en todos los hombres ilustrados del país, sean cuales fueren sus opiniones políticas, porque este es un punto que igualmente interesa a todos los partidos. El clero mexicano tan notable en lo general por sus virtudes, ayudaría también a las autoridades. Sería una obra sublime para los sacerdotes de Cristo abrir a la verdad los ojos de los pobres indios, hacerles comprender que son hermanos de los otros hombres, libertando así a todo un pueblo de los horrores de remotas regiones afronta el martirio por convertir a unos cuantos idólatras, nos parece aún más grande el sacerdote que consagre sus esfuerzos a la civilización de una raza desgraciada y a conservar la paz entre los hombres.

Este es un asunto en que se interesan los mexicanos todos, en que se compromete la causa de la humanidad. Recomendamos por lo mismo a las autoridades dediquen a él toda su atención, adoptando las medidas que juzguen convenientes (aún cuando desechen las que hemos propuesto) para salvar a la República de la más horrible catástrofe.

El Demócrata, 23 de marzo de 1850

Zarco, Francisco. (1850/1989).  Francisco Zarco: Periodismo Político y Social 1. Compilación y revisión de Boris Rosen Jélomer. México: Centro de Investigación Científica “Jorge L. Tamayo, A. C.”: Obras I: 29-32.

 

 

Ignacio Ramirez

6. UTILIDAD DEL TIEMPO

por Ignacio Ramírez

Los monarquistas, rompiendo el silencio, han descubierto a la nación los enemigos que debe temer o despreciar, y han dado a los republicanos algunas útiles lecciones. Tal es lo que vamos a manifestar en el presente discurso: sírvanos de introducción cualquiera de tantas, que en estos últimos días han públicado ya unos periódicos al mudar de nombre o de tamaño, ya otros para disponerse a probar, dentro de quinientos años, que un rey extranjero hará nuestra felicidad, como la hizo el rey de España; ya aquellos para ocuparse de nuestros negocios políticos cuando los conozcan, o ya la difunta Época, para tratar de todas las cosas, aunque por su temprana muerte no pudo tratar de ninguna, y se quedó en su vigésima introducción.

Algunos malvados sobresalieron entre nuestros criminales, de tal suerte, qu el anatema social los había condenado a vagar solos por el mundo, ya que una generosa compasión les salvaba la vida: así, al tremolar de nuevo su estandarte sangriento, no se han atrevido a empuñarlo, sin ocultar su infamia con la reputación de algunos de esos seres viles, que son jóvenes, y quieren parecer viejos; que son ignorantes, y quieren parecer sabios, y para lograr su objeto, se alquilan en cualquier farsa.

Tales son los caudillos de la facción que hoy nos combate con papeles, para combatirnos después con balas: ¡Dios quiera que sea cuanto antes! La nación los conoce, pero no así sus instrumentos: vámosle a presentar algunos, fielmente retratados, con el simplicio tipo.

Tendilla, es alto y extenuado, no deja que sus afectos se asomen a sus ojos, porque lo deshonrarían; la palidez de su rostro, lo cárdeno de sus labios, las manchas de su naríz y de su frente, son la espuma de sus enfermedades, algunas vergonzosas, que hierven en sus entrañas. Como el botón venenoso de una agostada adormidera sobre un fango, sobre su pecho se inclina su cabeza, porque le escasea la sangre un cuello desmedido, y entretanto su estómago ulcerado corrompe los alimentos. Su alma continuamente embebida en los padecimientos de su cuerpo, hasta en las manos del amor cuando la tocan, escurre amargos odios y las mancha: es su imaginación un infierno, y ve todas las cosas en el diablo, como Malebranche las miraba en Dios. Es un criminal, porque él no se dio su naturaleza depravada. Este santo, en manos de los jesuitas, hace milagros.

Si la figura más perfecta de los sólidos, es la esférica, Sólido tiene un cuerpo perfecto; si la abnegación de sí mismo es una virtud, Don Justo es digno de su nombre, Don Justo Sólido, camina como si rodara, no se resiste cuando lo mandan, y si no lo mandan, pide licencia para dar el menor paso; como hombre público, obedece a cualquier gobernante, y como doméstico a su esposa. Según su moral, sólo el que manda es responsable de las maldades que comete el que obedece; por eso le agrada ser siempre el instrumento, y se disculpará con la mayor sencillez cuando alguno le diga, ¿por qué matas a la nación? respondiendo: su majestad es su juez, yo no soy sino el verdugo.

Polígloto vio el árbol de la ciencia, del bien y del mal, y no pudiendo robarle los frutos porque estaban muy altos, recogió las hojas secas y las está rumiando. Por eso el diablo lo condenó a ser periodista. Ese amigo se estudia a sí mismo en su bolsillo, y a la sociedad en los libros; de donde resulta que pretende gobernar la sociedad con abstracciones, y los únicos accidentes que le interesan, son los de barriga.

El doctor don Juan Anteportam-Latinam, presume ser el oráculo de las ciencias y de la literatura, y todo lo considera, hasta las novelas, bajo un punto de vista teológico. Así ha estudiado las cuatro reglas de la aritmética, como algunas herejías de Arrio, para conocer las extravagancias de los hombres; y así cree firmemente que todo el que no sabe hallar textos en Santo Tomás, sobre la física, química, geología, patología, etc., ignora estas ciencias. Como las citas ya sólo pueden lucir en el púlpito, nuestro doctor predica en catedrales y en capillas, en las capitales y en los ranchos, donde quiere que pueda oír a los aguadores, a los indios, a las viejas y a los sacristanes, que digan: ¡qué bien lo hace el señor doctor! Entonces exclama envanecido: ¡Qué popularidad la mía! Vox diversa sonat populoru, vox tamem una o como dijo el otro: vox pópuli, vox Dei. Don Juan será el albacea de la Universidad moribunda.

Doña Petronila, tiene canas en toda la cabeza, en todo el cuerpo arrugas, algodoncitos en las orejas y chiquiadores en la frente; pule sus arrugas, arregla sus canas, esconde su esqueleto en su mejor vestido para ir a misa, y para ir a la cocina tiene achaques, rosarios y novenas. Es coqueta en el templo, y en su casa, devota. Lleva sus hijas y sobrinas al convento favorito, y trae la comunidad de ese convento a donde están sus hijas y sobrinas. Dice, que Dios es español y los diablos insurgentes y liberales; que durante el dominio de la España, el sarampión y las viruelas se curaban con agua bendita, y los novios mandaban en cada billete un diamante o un Agnus-Dei, a su querida. Después de regalar bien a sus amigos y de solicitarles limosnas, concluirá por morirse y dejarles sus bienes para mandas piadosas. Siempre huelen a copal sus nietos. El partido de estas brujas es tan respetable, que tienen su órgano periodístico, que no mentamos, porque sólo es conocido en las cocinas.

Es indispensable convenir en que los descartes, los aragos, los neuton, de la política, jamás pertenecido a las filas de la servidumbre. ¿Si nuestros monarquistas son tales como los hemos pintado, podrían no rebuznar más desacordadamente que Don Simplicio? En efecto, rebuznan cuando pretenden que su sistema es el más hermoso, porque es uno el sol que nos alumbra, uno solo el Dios del universo, uno solo el gobernante que proponen, y nada hay más hermoso que la unidad de acción. Quién sabe si las tres unidades podrán sostenerse en la literatura; pero en la política no se trata de la hermosura sino de la utilidad, y las tres unidades son una quimera. Una sola caldera mueve un carro, porque la fuerza de su vapor es mayor que el peso de la carga; más para arrastrar un coche por un largo camino, se necesitan seis mulas y dos cocheros. ¿Cómo podrá arrastrar una sola mula un millón de mulas muertas, ni un hombre rey o mula, pensar y hacer por siete millones? El vapor de la política no se ha inventado.

Rebuznan los monarquistas, cuando pretenden que un pueblo se puede gobernar muy bien con leyes generales. A proporción que sean más generales, serán más abstractas; y por tanto, se alejarán más de las necesidades individuales, mientras no se invente el modo de abstraer a las sociedades, de alambicar a los hombres para gobernarlos. Esos hombres conocen muy bien los principios de todas las cosas, pero nada absolutamente las cosas mismas. Su genio superior, desdeña los accidentes y sólo ve puras sustancias; así para ellos no hay enfermos, porque el hombre en general no es enfermo, no hay pobres, porque el hombre en abstracto no es pobre; no hay ranchos, ciudades, departamentos, porque desde la luna mucho hacen con distinguir a la nación. Cuánto diera cierto médico por tener a su cargo todos los enfermos de la República, y expedirles cómodamente sus recetas, por medio de leyes abstractas generales, que dijeran, v.g.–“El día tantos se sangrarán todos los que tengan dolor de costado.”

Así rebuznan esos hombres; pero, ¡quién lo creyera¡! a ellos mismos debemos esta grande verdad: los sistemas monárquico y republicano, no son nuevas máquinas para ejercer el poder judicial, ejecutivo y legislativo, pues la perfección de estos tres poderes se encuentra en la civilización, de tal suerte, que hay repúblicas más atrasadas en esa parte, que muchas monarquías; la cuestión, por tanto, no es de gobierno, sino de bolsillo. Trátase de saber si una cantidad determinada de riquezas, porque éstas siempre son limitadas en todas las naciones y están en proporción de sus fuerzas productoras, si los bienes de la sociedad deben pertenecer a unos pocos, o repartirse lo más que se pueda entre los asociados.

Los monarquistas hacen muy bien cuando se burlan de nosotros, porque en secreto, por medio de los periódicos, nos convenimos en tratar como amigos a ciertas clases que no han dejado establecer la República, y que maquinan hoy con descaro su destrucción. ¿Pero qué quieren? nosotros no podemos establecer la República sin la ayuda de esa clase; es preciso, pues, halagarlas.

Los monarquistas, en fin, no rebuznan cuando dicen: no habéis declarado la libertad de imprenta, decretado el juri, organizado las municipalidades, etc., porque no era tiempo; pero, o es bueno el régimen antiguo, y entonces lo es la monarquía, o es malo, y entonces será preferible tener instituciones imperfectas, pero que armonicen con todo el sistema, que sostener códigos y magistraturas, que además de ser pésimos, son contrarios, a vuestros principios. Atrevéos siquiera a ser aprendices.

Los monarquistas . . . pero no sigo, porque temo volverme monarquista.—El Nigromante.

Don Simplicio, T. II, 2a. época, Núm. 20, 7 de marzo de 1846, p. 2.

 

Don Simplicio en agosto de 1845, TOMO II., Segunda Epoca, Num. 14

 

7. MOVIMIENTO INTELECTUAL

por Francisco Zarco (1829-1869)

Para el hombre pensador, que fija su atención en la marcha de la sociedad, es ya un fenómeno bastante notable el movimiento intelectual que se observa en la nuestra. Muy cercano está aún el tiempo en que la mayor parte de la nación parecía muerta para los goces del espíritu, y en que las publicaciones literarias no tardaban en caer, por falta de sostén de parte del público. El cambio que se ha verificado es más significado de lo que pudiera creerse a primera vista: constituye un síntoma de felicidad duradera, que reanima las lánguidas esperanzas que nos han dejado tantos desengaños y extravíos.

Tocaremos muy de paso, porque ya los hemos mencionado en otros artículos, los grandes progresos que se advierten en la enseñanza primaria y secundaria, y el número cada vez más considerable de ambos sexos, con que cuentan las escuelas y establecimientos públicos. En esta parte nos limitaremos a observar que, en la generación que ha de sucedernos, estará incuestionablemente mucho más generalizada la instrucción que en la nuestra. Acaso ése será el remedio más eficaz para la extirpación de los males públicos, porque en nuestro concepto al menos, la principal de las causas a que debemos atribuir los funestos errores y los frecuentes desaciertos de que hemos sido víctimas despues del día en que se consumó nuestra gloriosa independencia, es la inexperiencia y la ignorancia que reinaban en la masa general de la nación, al salir del régimen colonial, que eran el fruto de la educación recibida. La cuasa contraria debe producir contrarios efectos; y a medida que la ilustración cunde, a medida que el pueblo aprende a conocer sus derechos y a respetar sus obligaciones, irán desapareciendo los infortunios que por tanto tiempo nos han agobiado.

Pero hay todavía otro síntoma más marcado aún, de los adelantamientos de la instrucción: síntoma que, por no referirse a tiempos remotos, sino precisamente al actual, merece una especial recomendación: hablamos de la avidez con que es ya deseada la lectura de obras que ilustren el entendimiento, y sirvan de grata y honesta recreación. Compruébase la existencia de un hecho, aún con lo que sucede respecto de periódicos políticos, pues aunque muchos hay que no subsisten sino por estar consagrados a la defensa de particulares intereses, y sostenidos con fondos determinados, se encuentran otros, entre los que tenemos la honra de contar el nuestro, que sólo viven merced a los sufragios del público. Más en los que muy claramente se halla la prueba del concepto que antes emitimos, es en los puramente literarios, puesto que en ésos, como no intervienen intereses de partido, ni de clase, ni protección particular y determinada, su vida depende exclusivamente del número de suscriptores que los favorecen.

Pues bien: si consultamos la práctica para mejor examinar la cuestión, vemos desde luego que hoy se sostiene un número considerable de periódicos literarios, en los que hay que considerar dos cosas principalmente. Consiste la primera en que, no obstante la competencia entre esas diversas publicaciones, todas se conservan, a lo menos por algún tiempo, no muy corto en verdad. Estriba la segunda en que, uno de los caracteres más recomendables de los mismos periódicos, es la de su baratura, que bien puede llamarse excesiva y extraordinaria para el país, supuesto el gran número de páginas que contiene cada entrega. Fijados ya los hechos, veamos las observaciones a que naturalmente dan lugar.

Preciso es que sean muchas las personas aficionadas a la lectura, para que puedan sostenerse publicaciones tan variadas y de tan diverso género. Es por lo mismo esto un dato inequívoco de que en nuestra sociedad está ya bastante extendida la instrucción, a lo menos en los ramos indispensables y más útiles. En esta parte debemos insistir en el contraste que forma tal cosa con lo que pasaba hace algunos años. Entonces, no solamente era muy reducido el número de los que tenían una positiva afición a la lectura, sino también el de los que sabían leer, respecto de la masa total de la sociedad. Hoy por el contrario, el guarismo de los que saben leer, ha crecido prodigiosamente, y en la misma proporción el de los aficionados a la lectura. Resultará de todo que a la vuelta de pocos años, gran parte del pueblo será instruido, y lo que es mejor aún, morigerado; de suerte que, en esta época en que la civilización no marcha sino que vuela, nuestro país al menos no permanecerá estacionario.

Y hemos dicho que será morigerado, a más de instruido, porque otra de las cosas que no deben echarse en olvido, es que las obras que actualmente se publican son, con escasas excepciones, muy propias para perfeccionar el corazón, al mismo tiempo que para cultivar el entendimiento. La religión, la moral, las buenas costumbres, encuentran el respeto de que son tan dignas, y las doctrinas contrarias apenas tienen eco y secuaces. Pasó ya el espíritu del siglo XVIII, de ese siglo del filosofismo y de la duda, en que se hizo de moda, porque no hay absurdo ni despropósito que no se haga de moda en este mundo, ser impío incrédulo e irreligioso. No diremos que no hay ya quien tenga tales defectos en nuestro siglo; pero sí que son pocos, y que sus opiniones, aisladas y sin prestigio, no son temibles en el día.

Los dos grandes principios, las dos ruedas motrices de una sociedad, son las mejoras materiales y la instrucción pública. Cuando aquéllas y éstas mejores materiales y la instrucción pública. Cuando aquéllas y éstas llegan a su mayor grado de desarrollo, los pueblos tocan también al punto más culminante de su engrandecimiento; así como casi rayan en la barbarie cuando ni las mejoras ni la instrucción figuran en lo más mínimo. La República Mexicana ha pasado ya por el segundo de esos periodos, en gran parte al menos: se encuentra ya en el principio del primero; y todo el ahínco de los buenos ciudadanos, de los verdaderos patriotas, de las autoridades todas que conozcan y quieran cumplir con sus obligaciones, debe dirigirse a perfeccionar ese progreso. No vacilamos en decirlo: México será un pueblo verdaderamente feliz, cuando haya en cada población, en la más perfecta armonía, al lado de campos, talleres y mercados, un templo, una escuela y un gabinete de lectura.

El Siglo Diez y Nueve, 13 de ernero de 1852, p. 1. (84-86) Obras II

 

 

8. LEY PARA JUZGAR A LOS LADRONES

por Francisco Zarco

Justamente indignado el señor general Lombardini por la escandalosa repetición de los robos en las poblaciones y caminos, expidió el decreto de 8 de abril último sujetando a los reos de aquel crimen a la jurisdicción militar. Nosotros aplaudimos como es debido el celo que animó al supremo gobierno para dictar esa providencia; pero vamos a examinarla en sí misma, sin disentir del fin, con el que debe estar conforme todo aquel que tenga propensiones de orden y sentimientos de moralidad.

Contiene el decreto en su parte expositiva dos consideraciones dignas de examen, porque si no son exactas, esas circunstancias serán bastante para que la disposición resulte ilusoria, y subsistan los males a que se pretendía poner remedio. Dice el decreto que la repetición de los robos proviene de la impunidad originada, en gran parte de la demora que se experimenta en los juicios ordinarios, por medio de los cuales no se logra las más veces con el pronto castigo, la oportuna satisfacción de la vindicta pública, ni el escarmiento de los malvados.

Pero sobre este punto, hay que observar que ni en el Distrito Federal ni en los estados que tienen la desgracia de que en su territorio se cometan asaltos con frecuencia, son ya de larga duración los juicios criminales seguidos por la jurisdicción ordinaria, pues las legislaturas respectivas poseídas de ese espíritu de celeridad característico del siglo, han expedido diversas leyes abreviando los procedimientos judiciales, como se puede ver en las respectivas colecciones de decretos; y dichas leyes han sido cumplidas por los tribunales encargados de su ejecución, según lo hace patente el estado comparativo de causas despachadas antes y después la expedición de aquellas disposiciones.

Otras y no la que se designa, son las causas del mal que se lamenta, y en varias ocasiones se han manifestado ya por extenso, de manera que sólo bastará apuntarlas en esta vez. Se ha dicho que necesitamos un código penal acomodado a los principios y costumbres actuales, porque éstas repugnan por ejemplo, la igual severidad para el castigo de crímenes que no son igualmente graves, o para el de reos de un mismo delito que no han tenido en él la misma participación.

Se ha dicho que falta una buena policía preventiva, que no hay penitenciarías, presidios bien vigilados en donde estén los reos con ocupación y seguridad; se ha dicho que todas estas faltas que toca a los gobiernos cubrir, no pueden ser sustituidas con sólo la aplicación de la pena de muerte, pues sobre lo inhumano de tal procedimiento hay también que tomar en cuenta su ineficacia, siendo como es muy sabido que no es la severidad de las penas, sino su aplicación oportuna, el freno que contiene a los malhechores.

En comprobación de esta verdad no será fuera de propósito presentar dos ejemplos que ofrecen un singular contraste. Recordamos que en el estado de México se expidió una ley que impuso la pena de muerte para casi todos los delitos de robo, y a la que se dio aplicación en varios lugares del mismo estado hasta llegar el caso de que en el pueblo de Temascaltepec fuesen ejecutados en un solo día ocho hombres, reos todos de una causa de robo, y sin embargo, los malhechores no se contenían. Posteriormente se estableció un presidio en el Mineral del Monte, en el cual se daba y se da todavía a los criminales que van a él, dos cosas, buen trato y trabajo continuo. Pues bien, los resultados correspondieron a las esperanzas; luego que comenzó a hacerse efectiva la pena de presidio en dicho establecimiento, disminuyeron en el estado los delitos de robo, y si posteriormente se han vuelto a repetir, debe atribuirse, a los últimos acaecimientos que relajaron un tanto los resortes del poder público.

En las misma capital tenemos un ejemplo reciente de la ineficacia de la última pena no estando en armonía con todo, un sistema de corrección. A los muy pocos días de haber subido al patíbulo un ladrón, fue asaltada la diligencia de Puebla en las mismas calles de México, por una cuadrilla numerosa. De estas rápidas indicaciones se deducen que ni hay demora en los juicios ordinarios, ni son éstos el origen de la impunidad, que alienta a los malhechores para proseguir su carrera de crímenes.

Estas observaciones y cuantas pudieran añadirse valdrían muy poco ante la realidad de las cosas; de manera que si la experiencia invocada por el señor Lombardini en la parte expositiva de su decreto hubiera justificado que las causas de robo se concluyen pronto y bien cuando conoce de ellas la jurisdicción militar, y que los criminales se abstienen de continuar en sus depredaciones, la cuestión era concluida, porque toda teoría pierde su prestigio ante la realidad contraria. Pero cabalmente la experiencia tiene demostrada la ineficiencia de la jurisdicción militar en el caso de que se trata.

En todos los delitos, pero con especialidad en los de robo, que ordinariamente son de difícil averiguación, la suerte final del ordinariamente son de difícil averiguación, la suerte final del juicio depende del acierto en la práctica de las primeras diligencias del sumario, porque entonces es cuando hay mayores oportunidades para aclarar la verdad de los hechos, descubrir al delincuente y apreciar la gravedad de su delito. Una vez perdidos esos momentos, rara es la ocasión en que puede subsanarse la pérdida para los fines que se propone la vindicta pública. Pues bien: la destreza en aprovechar aquellas oportunidades no es cualidad que se adquiere de improviso, si no es obra de la ciencia, del estudio y de la práctica, cualidades todas que, por lo común, acompañan a los empleados en la administración de justicia profesores del derecho, y que, por lo común también, faltan y es natural que faltan a los oficiales militares que actúan como fiscales en las causas, pues por su profesión no están obligados a ejercer de continuo las funciones de jueces.

De aquí resulta que, cuando se da cuenta con los procesos en los consejos de guerra si el asesor sabe su obligación, tiene que consultar frecuentemente, y el consejo que prevenir vuelva el proceso al fiscal para práctica de nuevas diligencias; pero esto cuando se ha perdido ya el tiempo de hacerlas con provecho. Agrégase a estos inconvenientes el de que los vocales de consejo, poco o nada instruidos en la legislatura ordinaria, se apegan al parecer del asesor, de manera, que éste es quien sentencia de hecho los procesos y aquéllos son los jueces en apariencia; de lo que resulta que ese espíritu de lenidad con exageración atribuido a los letrados, obra también dentro del mismo consejo de guerra, siempre que el asesor letrado tenga la conciencia de que los jueces militares, no por serlo, están dispensados de que para la imposición de la pena de muerte son necesarias pruebas claras como la luz.

Y cuando supongamos lo que no es admisible, que en la primera instancia no se adviertan o se desprecien los defectos del proceso, porque todo se sacrifique al empeño irregular de pronunciar sentencias contra hombres acusados de robo; aunque no esté bien probado el delito, no es de pensar que en la segunda sucediera lo mismo; de manera que de todos modos venimos a tropezar con las lentitudes en la formación de procesos y la falta de pruebas que acarrean forzosamente la impunidad unas veces, y otras, la lenidad en la imposición de las penas, es decir, se lucha con los mismos, o mayores obstáculos que embarazan la acción del fuero ordinario.

Pero se dirá que el mal no se remedia con sólo oponer dificultades a las disposiciones dictadas para corregirlo, sino que es preciso insinuar los que puedan adoptarse, porque multiplicándose los crímenes y teniendo la sociedad el derecho inconcuso de exigir el remedio, es indispensable adoptar alguno. Esta es una verdad, y aunque al principio del presente artículo indicamos los remedios orgánicos que pide hace tiempo la necesidad y reclama la opinión pública, diremos también que en lo pronto el que convendría, en nuestro concepto, sería el previsto por los autores de las Bases Orgánicas en el artículo 192. “Podrá el Congreso, dijeron, establecer por determinado tiempo, juzgados especiales, fijos o ambulantes, para perseguir y castigar a los ladrones en cuadrilla, con la circunstancia de que estos juzgados sean de primera instancia y que la confirmación de las sentencias se haga por los tribunales de segunda y tercera instancia del territorio donde dieren su fallo.”

Una ley fundada en esta base, tendría todas las ventajas que pueden apetecerse en las circunstancias, pues por medio de los juzgados ambulantes, servidos por letrados, como es de suponer, se alcanzaría el fin de averiguar oportunamente y con claridad los crímenes; y la revisión de las sentencias por los respectivos tribunales, cerraría la puerta a los abusos, sin hacer ilusoria por otra parte, la justa severidad que se propusiera emplear el legislador y que han provocado los malhechores por el desenfreno con que se han entregado a los crímenes.

El Siglo Diez y Nueve, 8 de mayo de 1853, p. 1

 

 

9. SESIÓN DEL 13 DE ERNERO DE 1857. PROYECTO Y FUNDAMENTACIÓN DE ZARCO DE LA LEY ORGÁNICA DE LIBERTAD DE LA PRENSA

[El señor Zarco fundamentó el proyecto como sigue:]

“Los artículos 13 y 14 de la Constitución, al garantizar la preciosa libertad del pensamiento, establecieron las restricciones con que se debería hacer uso de este derecho del hombre en sociedad. La comisión que suscribe se ha limitado, como debía, al desarrollo de los pensamientos constitucionales, es decir, a seguir un sendero y a obedecer un precepto marcados de antemano. Los que suscriben desean que la augusta Cámara fije su atención en la naturaleza de este trabajo, porque son de los que creen que la imprenta es impecable, que al horizonte inmenso de las ideas no se puede poder límite, y que en estos esfuerzos entre la autoridad y el vuelo de la inteligencia humana, todo anhelo es insuficiente, y los que parecen triunfos de la más sagaz previsión no son sino confesiones de impotencia. Sin embargo, las que declaró la Cámara garantías tutelares colocándolas bajo la égida de la ley, han sido aseguradas por la comisión, clasificando de la manera más precisa que le ha sido posible los delitos que pueden cometerse por medio de la imprenta.

Podrán tacharse de vagas las clasificaciones expresadas, ¿pero cómo reincidir en el absurdo de materializar el pensamiento sujetándolo a extensión y a grados? ¿Cómo poner sobre una balanza la idea emitida, para determinar su gravedad? El jurado es el complemento de la imprenta porque es la expresión de la conciencia calificando la opinión, velando por la moral, custodiando lo sagrado de la vida privada; porque es el espíritu juzgando al espíritu y ésa es la causa de que la clasificación sea vaga, porque la comisión creyó que al jurado se le debían hacer únicamente indicaciones, marcarle puntos de partida, para que en sus deliberaciones fuese la más ingenua expresioón de la conciencia independiente. No obstante, la comisión cree que sus clasificaciones comprenden los casos todos en que hay verdadero abuso y que llenan el triple objeto de dar una guía al jurado, de salvar a la imprenta de persecuciones arbitrarias y suspicaces y de garantizar el bien de la sociedad y el santuario de la vida privada.

En el castigo de los delitos se excluyeron las penas pecuniarias, porque así lo reclama a nuestro entender el elemento democrático; redimirse de la culpabilidad con el dinero, comprar la impunidad con la riqueza, es opuesto esencialmente a la sabia doctrina de la igualdad y establecer una categoría bastarda que no pudo consagrar en su proyecto de ley la comisión.

Los que suscriben conocieron cuán debatido ha sido el pensamiento de la abolición del anónimo, y se decidieron al fin al exigir la firma de los autores en cuanto a lo político y administrativo, no sólo por engrandecer la misión del escritor público, sino por asignar al escritor y al impresor sus respectivos puestos, independiendo la inteligencia de la especulación, subordinando la máquina al talento, sino por comunicar a la discusión política, valor y franqueza, para quitar hasta donde fuera posible un refugio a la cobardía y un mampuesto a la detracción alevosa. El que no puede responder de sus opiniones no debe expresarlas. El firmón será siempre un mueble despreciable, y el hombre o el partido que se apoye en él, por ese solo hecho, se calificará ante la sociedad.

Con respecto a lo literario, la comisión tuvo presentes otras razones; el anónimo es la sombra que busca la modestia, es la excusa de los que en medio de serias ocupaciones rinden un homenaje legítimo, pero secreto, a las artes y a las ciencias; es el reclamo de la indulgencia hacia el justo temor de lanzarse a la vida literaria en una sociedad en que son tan acerbos sus sinsabores y tan miserables sus recompensas. El anónimo en lo literario no es una máscara, es un velo.

Firmes en estas ideas los que suscriben, proponen la abolición de la censura dramática, de ese aborto de la suspicacia de Luis XI perpetuado con afrenta de la civilización, hasta nuestros días.

Censurando un ilustre escritor contemporáneo la contribución que bajo el nombre de timbre se imponía a las obras dramáticas, decía refiriéndose al autor del pensamiento: ‘Este proyecto se parece a la expresión del rencor, grava todas las obras dramáticas sin exceptuar ninguna, a Conreille lo mismo que a Molière. . . se venga de Tartufo . . . y añade: quiere romper en la mano de Beaumarchais el espejo en que se reconoce don Basilio. Dejemos al partido de don Basilio el triste anhelo de poner espías a las inspiraciones de Dumas y de Bretón, de Ruiz de Alarcón y de Bellini.’

Recorriendo las diversas leyes que se han dictado en México sobre la libertad de la prensa, la comisión encontró que la Ley Lafragua, que rigió en 1846, es sin duda la más liberal, la más filosóficas de cuantas se han expedido; por lo mismo ha aprovechado mucho de ella, esencialmente en cuanto a los procedimientos de los jurados, y hace esa pública manifestación porque así lo reclaman la imparcialidad y la justicia.

En todo lo relativo a impresores, la comisión ha procurado caracterizar la inocencia del instrumento material y la libertad del pensamiento, ha borrado toda huella de responsabilidad del artesano, quitándole la sospecha de cómplice con que lo denigraban las leyes anteriores. Dejaron viva la responsabilidad para las publicaciones anónimas, porque ellas suponen acuerdo, deliberación, complot, delitos todos que se han colocado bajo la jurisdicción gubernativa.

En cuanto a las otras manifestaciones del pensamiento, como la pintura, la litografía, fotografía, etcétera, la comisión no ha hecho sino relajar las restricciones existentes, porque la cuestión es una, es la de la prensa bajo distintas formas, y cada vez que la comisión intentaba, por complacencia a las preocupaciones, imponer alguna traba, no faltaba quien repitiese estas elocuentísmas palabras, que serán, si no la justificación, si la excusa de este proyecto de ley: ‘El pensamiento ha sido creado por Dios para volar; al salir del cerebro del hombre las prensas no hacen otra cosa que darle ese millón de alas de que habla la Escritura. Dios le hizo águila, Gutenberg legión. Si ésta es una desgracia, forzoso es resignarse, porque en el siglo XIX no hay otro aire de la libertad.’

La comisión no quiere terminar sin dar un testimonio de gratitud al señor diputado son Ignacio Ramírez, quien con sus vastos conocimientos y con su amor a los principios la ha ilustrado en materias que habría tocado con suma desconfianza.

En cuanto al éxito de nuestros trabajos, nos es indiferente. La comisión, lo mismo que la Cámara, existen en medio de circunstancias en que todas las acciones se confunden y en que los hombres y las cosas no pueden percibirse en su verdadera luz. Pero cuando se alejen las nubes que hoy nos envuelvan, para la comisión y para la Cámara será un legítimo título de gloria haber presentado trabajos en que se vengaron de todas las crueldades, de toda la barbarie de la dictatura, abriendo las puertas de la reforma y sembrando con mano franca los gérmenes de la libertad, viedo sólo los derechos de la humanidad, sin excluir de los beneficios de la democracia a ningún partido, ni a sus más encarnizados enemigos. La comisión cree haberse limitado al desarrollo de las disposiciones constitucionales en materias de imprenta, ha procurado conformarse al espíritu del debate a que esas disposiciones dieron lugar, juzga inútil fundar todos los artículuos, porque esto sería ofender la ilustración de esta asamblea, y, así, a reserva de explayar sus pensamientos en la discusión, concluye presentando a la sabia deliberación del Congreso el siguiente [Proyecto de Ley Orgánica de la Libertad de imprenta].”  

p. 283-290 Obras IX (1991) 

 

 

10. ESPÍRITU PÚBLICO

No hay quien no convenga en que a la mayor suma de bienes privados e individuales constituyen lo que se llama bien público, y que si no hay leyes que generalmente no ataquen a algunos ciudadanos se dice y se reconoce que son buenas, cuando producen el bien de la mayoría del pueblo. Cuando cada ciudadano comprenda la conexión que su propia felicidad tiene con la suerte de su patria, menester es que se ocupe de los asuntos que interesan a la comunidad en que vive, y cuando se imponga de la organización de la sociedad, de las leyes que ella impone, de los títulos en que se funda la autoridad del gobierno, del bien que éste tiene obligación de procurar a la nación, indudablemente no verá con indiferencia la conducta de las autoridades, ni las medidas que se dicten sobre cualquier materia, sino que procurará examinar la mayor o menor suma de bienes que produzca, las comparará con los males que originen, y calificará si la medida es buena o mala. Pronto se persuadirá de que para que exista ese orden social, esa protección a la propiedad y a la familia; esos derechos más o menos limitados de que gozan los ciudadanos todos la primera necesidad o la existencia de la nación, su gobierno propio, su absoluta independencia. Cuando el ciudadano goza de cualquier ventaja en su patria, se siente dispuesto a defenderla, a luchar contra sus enemigos y a sacrificarse por ella, y decimos que cuando recibe alguna ventaja, porque hablamos del común de los hombres, no de los que presentan vana abnegación y amor sincero a la patria, aún cuando sólo reciban en recompensa la más terrible ingratitud.

En donde los ciudadanos todos vean con interés los asuntos que interesan a la sociedad, donde se ocupen de la situación política y administrativa del país, no por satisfacer una pueril curiosidad, sino por procurar el bien general, naturalmente habrá más unión entre todos los individuos, se comprenderá que los intereses de todos están íntimamente ligados, y los funcionarios públicos temerán no sólo un castigo sino el fallo de la opinión, y vacilarán muchísimo antes de resolverse a cometer una infracción de las leyes, cualquier atentado, cuaquier arbitrariedad, meditarán todos sus actos, y se empeñarán en apreciar y prever sus resultados.

Para todo esto, para que hay ese interés general, para que haya espíritu público se necesita ante todo, que el pueblo comprenda sus derechos, y sus obligaciones, que esté educado e instruido, pues mientras los espíritus estén hundidos en la noche de la ignorancia y la barbarie, no habrá patriotismo, ni fe en ninguna clase de instituciones, sino cuando más, instintos groseros e imperfectos producidos por las pasiones, afecciones y antipatías tal vez infundadas y exageradas, odios de razas y nada más.

Así pues, para que haya verdadero espíritu público se necesita instruir y moralizar a las clases todas del pueblo, y a esto deben dirigirse los esfuerzos de los gobiernos, porque mientras se vea con indiferencia o abandono la suerte del país, no hay fuerza pública, no hay seguridad ninguna de conservar la existencia política, no hay seguridad ninguna de conservar la existencia política, de defender la nacionalidad, porque los bienes que de ésta resultan a los ciudadanos son ingnorados, y por lo mismo no pueden ser apreciados ni defendidos.

Cuando un país ha sufrido una larga serie de infortunios, el espíritu público se amortigua, y para reanimarse, es menester acaso que se goce de alguna prosperidad, como sucede con el individuo que decae y abandona todos sus proyectos, cuando encuentra un éxito desgraciado, y sólo sale de su abatimiento cuando cree divisar una esperanza segura en su situación.

Las discordias intestinas, las luchas civiles y los odios de partido, se confunden por algunos con el espíritu público, y en realidad sólo sirven para destruirlo, porque los hombres honrados se cansan muy pronto de esas disensiones que paralizan el trabajo y detienen los progresos del comercio y de las artes, esos hombres llegan a desear la paz, y una vez conseguida temen toda mejora, toda innovación por útil y grandiosa, porque creen que el intentar realizarla puede producir nuevas revueltas y nuevos peligros. Los países desgarrados por la discordia, los países en que sostienen una lucha encarnizada las facciones que se presentan como demasiado fuertes, esos países se debilitan de una manera extraordinaria, y casi siempre son impotentes para rechazar cualquier ataque exterior y aún para mejorar su situación interior, Después de grandes discordias, sólo quedan dudas, desconfianzas y vacilaciones: ni los hombres, ni los partidos son creídos, las más nobles intenciones se reputan ambiciones encubiertas, las más lisonjeras promesas son vistas con desdén, porque se teme que todos los partidos, que todos los hombres cooperen a la ruina del país. Y cuando reina esa terrible desconfianza, los hombres honrados viven aislados, huyen de los negocios, desesperan de toda mejora, y el país no da un solo paso a la carrera del progreso y de la civilización, no conquista ninguna mejora, permanece en el statu quo, decimos mal, porque las naciones no pueden detenerse en un punto, su destino es adelantar o retroceder.

Este triste cuadro de un país en que es general la ignorancia y en que ha sido frecuente la guerra civil, es muy aplicable a México. Examínese su situación actual y se notará que el espíritu público está adormecido, que hay todavía una lucha entre las exageraciones de todos los partidos, que hay todavía una lucha entre las exageraciones de todos los partidos, que la prensa es casi siempre eco de los resentimientos que atizan las facciones, que hay espíritu de partido, pero no espíritu nacional, espíritu de unión para lograr el bienestar de la República. Y esos partidos ciegos e intolerantes, disminuyen de día en día, porque los hombres conocen que las facciones no pueden hacer la felicidad pública si no prescinden de algunas de sus pretensiones. Los hombres se retiran, pues, de los bandos políticos, y con el desengaño en el corazón contemplan la suerte del país y temen su ruina. Se ocupan de los negocios sólo los que ambicionan los puestos públicos; los demás permanecen como extraños a los intereses de la nación. El resultado no puede dejar de ser bien funesto. Las elecciones quedan en manos de unos cuantos: los cargos públicos giran en el círculo reducido de aquellos que se los disputan; en los cuerpos legisladores y en el gobierno, aparecen hombres desconocidos y nulos, que tal vez se sorprenden ellos mismos al mirar su posición,y el país no marcha, no mejora su situación; ve pasar los negocios de mano en mano, sin que el pueblo tome parte ninguna en su propia suerte.

Para remediar este mal y sus fatales consecuencias, nos parece que el medio más adecuado es generalizar la instrucción en las masas del pueblo, y que los hombres honrados, los propietarios, los artesanos, en fin, todos aquellos que trabajen, que tienen familia, que desean el orden, la paz, y las mejoras en la situación, tomen parte en los negocios, influyan en las elecciones, convenciéndose de que sus intereses y su suerte están en manos de los congresos y de los gobiernos.

Que los particulares abandonen su apatía, que sacudan su indiferencia y habrá verdadero espíritu público, los congresos representarán al pueblo, las leyes serán buenas, habrá paz, habrá orden y se conquistarán las mejoras que reclama la voluntad nacional.

El Demócrata, 9 de julio de 1850, pp. 3 y 4.

 

 

Compilación y edición de Dr. William Allen Brant

Agradezco a La Biblioteca Pública del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos de Guadalajara, Jalisco y La Biblioteca Central Estatal Profesor Ramón García Ruíz. 

Agosto 2022

Edición: Marzo de 2024